Pensar en derechos nos hace inmediatamente evocar los derechos humanos, que si bien son vulnerados en gran escala, al menos se reconocen y cuentan como valiosos.
Un derecho cumple con la tarea de proteger un interés. Y quiénes tienen intereses? Aquellos seres que tienen al menos la capacidad de sentir placer y dolor: qué intreses pueden tener estos seres? el de procurarse estados de bienestar/placer y el de evitarse estados dolorosos o de malestar. Desde el ámbito jurídico se les sigue negando a los animales no humanos el ser susceptibles de derechos al no tener obligaciones, pero si lo anterior aplica para los niños, como en su caso, se pueden designar individuos que los representen y vigilen sus garantías. ¿entonces por qué insistimos en no conceder derechos a un enorme grupo de seres sintientes que a lo largo de la historia han sufrido maltrato en nuestras manos?
Por conveniencia. Al hacerlo tendríamos que cuestionar nuestros hábitos de consumo y nos veríamos obligados a tomar decisiones que alterarían un sistema económico que en buena parte se basa en su explotación.
La tarea de este siglo es extender la consideración moral a los animales no humanos, pidiendo para ellos derechos que no le negaríamos a nadie: a la vida, a la libertad, a no ser torturados y a no ser considerados propiedad.
Desde que comenzó de manera más organizada su defensa, hace poco más de 30 años se han alcanzado muchos logros: cada vez más países han prohíbido los circos con animales, la tauromaquia pierde cada vez más adeptos incluso en España, donde más de un centenar de ciudades y municipios son antitaurinos y para fin de año, Baleares será la tercer comunidad autonómica en prohibir las corridas en la totalidad de su territorio; el fin de los espectáculos con mamíferos marinos está cerca, la oferta de productos no probados en animales es cada vez más amplia, la difusión del veganismo y sus beneficios se populariza y las alternativas al uso de las pieles y cueros están al alcance de nuestras manos. Sin embargo, queda mucho por hacer y este trabajo ha de darse en dos ámbitos principales: el educativo y el legislativo. Porque las leyes no tienen fuerza si no hay una población sensible al tema y en el mismo sentido, necesitamos una sociedad preocupada por esta causa para que pueda y sepa exigir la implementación y cumplimiento de las mismas.
Incidir en ambas esfereas es responsabilidad de los activistas pro derechos animales y de las organizaciones en las que militan. Nuestro trabajo es complicado por los grandes obstáculos a los que nos enfrentamos, sean económicos, políticos, mediáticos y sociales. Pues aún cuesta trabajo que la idea de que los animales tengan derechos permee algunas mentalidades. Tengo la fortuna de conocer la realidad de algunos países de habla hispana al haber fundado AnimaNaturalis, organización que tiene presencia en varios países y me apena decir que México está aún muy atrasado. Leyes sin reglamento, autoridades ignorantes e incompetentes, corrupción, demasiados delitos y pocas denuncias con su correspondiente seguimiento. Sin embargo, soy optimista cuando descubro que cada vez hay una mayor sensibilidad hacia la defensa de los animales y si bien unos causan más simpatía que otros y su defensa en más sencilla, el objetivo es igualarlos a todos en lo que son iguales: en su derecho a tener una vida libre de maltrato en manos humanas.
A muchos les resulta loable protger a especies en peligro de extinción o salvar leones, focas, lobos, ballenas, pero no coinciden con la defensa de pollos, vacas, cerdos, peces, ratones, etcétera. Creemos que unas vidas tienen más valor que otras porque así fuimos educados: animales para querer, para proteger, para admirar, para trabajar, para comer, para utilizar. La propuesta es borrar esas falsas fronteras y transformar de raíz una mentalidad donde se les considera objetos, recursos, cosas, bienes muebles.
Dicho cambio es gradual y no tan rápido como nos gustaría, pero ha de ser definitivo. No por moda, no por salud, no por estética, sino por ética. No niego que las anteriores influyan en esta última, pero en la medida en que comprendamos que no somos los dueños del planeta, ni la cúspide de la evolución, ni una especie superior, estaremos haciendo el camino para convivir respetuosa y armónicamente con los otros animales.
No podemos concebir derechos para la madre tierra sin incluir a sus demás habitantes, aquellos que probablemente lleven más tiempo que nosotros aquí, a quienes les hemos robado su territorio para invadirlo, a quienes hemos secuestrado de su hábitat para encarcelar y divertirnos a su costa, a los 70 mil millones de animales terrestres que mantenemos en campos de concentración para convertirlos en comida, con los consabidos daños que esa producción ocasiona a los ecosistemas, a esos individuos que se cuentan por kilogramos.
Hemos hecho mucho daño a nuestra casa sin darnos cuenta que nos dañamos también a nosotros: olvidamos nuestra capacidad de ser empáticos, de ponernos en el lugar del otro, negamos nuestra sensibilidad, nos perdemos de la belleza que hay que admirar en todo lo que como diría Thoreau es “libre y salvaje.”
Sus vidas son importantes para ellos y para muchos de nosotros, de ahí que los derechos de los animales sea una causa que valga la pena defender porque abarca más allá de la explotación y sufrimiento que somos capaces de causar. Es una apuesta por la humildad, por el amor, la solidaridad y es tan respetable como cualquiera agregando que no se hace inspirada en el agradecimiento de las víctimas, sino por el deseo de justicia ante lo que no es moralmente tolerable, y por el sentimiento de compasión, que es quizá el único que puede elevarnos por encima de nuestro egoísmo hacia el mundo que queremos construir.
Los derechos de los animales es sin duda la revolución más apremiante de este siglo y está en nuestras manos, las de todos, llevarla a cabo.