Solía vérsele tumbado al sol en el parque del barrio. Podía ser muy amistoso y no lo hacía para ganarse un mendrugo o las sobras de quienes comían en las bancas. Sus ojos me hacían pensar en glorias pasadas, en escenarios sin hambre ni frío. Me pregunto cuándo fue la ultima vez que el agua tocó su cuerpo. Capas de suciedad daban a su pelo un aspecto salvaje, pero no lo era. Me recordaba a esos viejos sadhus que reposan bajo un árbol y se dejan retratar por los turistas curiosos.
¿Dormiría a la intemperie o alguien le facilitaría el quicio de su casa? Para muchos era un personaje invisible, para otros, parte del paisaje. No se puede vivir sin comida, y ¿sin caricias? Esa otra fuente que nutre no sólo el cuerpo, sino las fibras que entretejen nuestro ser. Pero su ser seguramente había abandonado toda esperanza y se limitaba a llenar el presente: a gozar unos tímidos rayos de sol, a yacer sobre la hierba recién podada, a contemplar a sus semejantes más afortunados y a dormir.
Su presencia incitaba a cuestionar una sociedad indiferente que podía pasar de largo ante su imagen ¿Cómo llegó a ese punto? ¿Qué pasado lo orilló a vivir en la calle? ¿o había nacido ahí? Hay quienes parecen no haber tenido una madre, que no nacieron sino aparecieron, y así se desvanecerán un día, sin dejar rastro. Nadie lo echaría de menos, sólo yo, quien me preocupaba por su origen y su destino, por evitar que otros terminaran en el arroyo, sin un techo, cuidados ni cariño.
Había millones como él ¿por qué este sería distinto? No tenía nada de especial, pero yo lo había visto y él a mi y eso creó un vínculo silencioso entre los dos. Me costaba desviar la mirada e ignorar que el mundo es injusto o -en opinión de un budista- perfecto e incomprensible.
Un buen día no apareció más por el parque. Transcurrieron semanas y no se le vio más. Pregunté a los vecinos y pocos lo recordaban siquiera. Uno más de tantos extraviados en la masa gris de la urbe.
Lo imaginé feliz, descansando por fin en un lugar limpio y cálido, mirando a otro humano como sólo ellos saben hacerlo, con esos ojos que vuelcan el corazón al compás de su cola sacudiendo el viento.