La mayoría de los defensores de los derechos de los animales intentamos hacer de nuestros hogares un bastión exento del sufrimiento animal: El refrigerador no contiene animales muertos, los productos de higiene personal no fueron probados en animales, los armarios no tienen artículos de cuero ni pieles, por supuesto.
Pero siempre hay detalles que escapan a nuestro control; es a través de la televisión como puede llegarnos una forma de crueldad hacia los animales brutal y sádica: la transmisión de las corridas de toros.
Cuando un domingo por la tarde intentamos relajarnos y ver algo en televisión, aparecen las escenas de un público risueño, bebiendo vino en bota mientras en la arena, la sangre de un toro va dejando una estela que una vez muerto será borrada como si ahí nada hubiera sucedido.
Cambiar de canal es la reacción evidente, pero una persona sensible no deja de preguntarse si este tipo de imágenes no deberían estar prohibidas por contener violencia explícita. Por supuesto que las escenas que toma la cámara en la plaza están muy cuidadas para no ver nada «demasiado sangriento» que pueda herir nuestra susceptibilidad. No se muestra al toro vomitando sangre, ni se escuchan sus gemidos, ni se ven sus lágrimas, ni hay acercamientos al puyazo que se le da antes de cortarle rabo u orejas mientras agoniza.
En la televisión hay tomas de colores, pases, sonrisas, flores lanzadas al torero, música de paso doble, personajes del mundo del espectáculo, y tomas a cierta distancia que no nos permiten percibir con claridad el sufrimiento de un animal asesinado en nombre de la tradición y la cultura.
El otro día, en un centro comercial, un empleado de una conocida empresa de televisión por cable promovía este sistema satelital mostrando en una enorme pantalla, la transmisión en vivo de una corrida de toros. Niños se quedaban mirando cómo le clavaban las banderillas en el lomo y preguntaban a sus padres «Â¿por qué le hacen eso al toro?», «Â¿qué le están haciendo?». Otros pasaban de largo y algunos volteaban la cara con expresión de «no quiero ver eso», pero nadie hacía nada para impedir que esas imágenes se siguieran proyectando en el centro comercial.
Me acerqué al vendedor y le pedí amablemente que cambiara de canal pues las escenas que se mostraban eran violentas, y él me respondió «Pongo este canal porque a mi me gusta verlo». Tuve que contactar a su jefe inmediato y exigirle que si su empleado quería ver corridas de toros lo hiciera en su casa, pero que no debía imponerlas a los paseantes en un lugar público. Ante la llamada de atención de su supervisor, cambió de canal, no sin antes dirigirme una mirada de esas que lanzan los taurinos a los antitaurinos.
La sensación que me quedó es que en nuestro país debería haber un consejo audiovisual, como lo hay por ejemplo en Cataluña, donde la programación está sujeta a escrutinio de expertos en psicología, ética, sociología y mercadotecnia, entre otras disciplinas. Los programas con escenas de violencia y sexo explícitos no pueden ser transmitidos por televisión nacional en horario infantil. En México, en cambio, un supuesto canal educativo, tiene un programa especial dedicado a enaltecer a los toreros y al público aficionado a este sádico espectáculo.
Si no nos gustan las corridas de toros, no basta cambiarle de canal, o voltear la mirada para no registrar la tortura que estamos presenciando. Es necesario organizarse para exigir a dichos canales de televisión que no transmitan programas donde hay violencia y muerte de un ser vivo.
Si permitimos que niños y jóvenes crezcan habituados a presenciar maltrato animal, estamos haciéndolos indiferentes al sufrimiento de otros seres capaces de padecerlo. No nos extrañe que de grandes se conviertan en aquello contra lo que siempre hemos luchado.