La ciudad de México no es un sitio fácil para los animalistas, supongo que muchos lugares de latinoamérica no lo son. Salir a la calle representa un enfrentamiento continuo con el maltrato animal, concretamente con el abandono de animales.
Se calcula que la población de perros sin hogar en el DF es de 3 millones. Cada mes se matan (no voy a usar el eufemismo «sacrifican») alrededor de 12 mil perros. Todos ellos de manera cruel e inhumana.
La sensación que esto me provoca es de una terrible impotencia: yo que dedico mi vida a inculcar el respeto hacia los animales no humanos, me veo atada de manos ante el encuentro con un perro abandonado. No hay refugios a donde llevarlos, pues éstos están saturados, ni de chiste hablar al antirrábico (o para seguir con los eufemismos «centro de control canino»). Si acaso puedes comprarle algo de comer, hacerle una caricia, darle un poco de agua. Vivo en un sitio donde ya tenemos 3 perros y 3 gatos adoptados. No hay lugar para más. Esterilizarlos y devolverlos a la calle no es la solución; no están a salvo de ser atropellados, de peleas con otros perros o de ser usados para peleas de perros y otros tipos de crueldad.
Por si fuera poco, al caminar por las calles nos encontramos en cada esquina con un puesto de antojitos y alimentos de origen animal (animal que puede ser incluso, perro abandonado).
En nuestra sociedad, el perro abandonado es parte del paisaje urbano y pasamos de largo ante él como si fuera un peatón más o un seto con flores. No alcanzamos a comprender que es un ser sin hogar, sin alimento, expuesto a todo tipo de peligros. Su vida no es divertida, su «libertad» es un acto de ignorancia humana. Su deambular no es paseo, es supervivencia.
Cuando estoy frente al computador el maltrato, el uso, abuso, crueldad son abstractos. Sé que existen, sé que son reales, veo las imágenes. Pero al salir a la calle, en cada mirada de perro abandonado veo el reto a vencer, veo una sociedad deshumanizada e insensible y no entiendo cómo nadie ve en esos ojos lo que yo.