Activistas de AnimaNaturalis asistimos a una protesta contra las corridas de toros durante el Festival Internacional Cervantino, que se celebra cada año en Guanajuato, México.
Es la primera vez que este festival cultural se tiñe de sangre de animales permitiendo corridas «goyescas».
Si bien los organizadores del mismo se deslindan del evento taurino, es curioso que se haya elegido que la fecha para una de las dos corridas, coincida con el festival.
La protesta tuvo lugar, primero, frente al teatro principal de la ciudad, donde cientos de turistas y locales pudieron ver a un hombre «abanderillado» con un cartel que ponía. «sentimos por igual».
Más adelante nos trasladamos al lugar donde se había colocado una plaza móvil para realizar el mismo acto, esta vez delante de medios de comunicación previamente convocados en este sitio.
Nunca es grato manifestarse frente a una plaza de toros. La gente que asiste no será convencida del sadismo de su acción, y nosotros seremos invadidos por la impotencia de saber que no salvaremos a esos toros de una muerte lenta y dolorosa.
Poco a poco fueron llegando los asistentes al espectáculo: Políticos y empresarios en su mayoría, familias con niños de edades desde 4 hasta 13 años, mujeres solas, parejas, ancianos. Todos con una indumentaria similar: botas altas, chamarra de cuero, sombreros o boinas, botas de vino y un cojín en la mano para descansar sus posaderas en las incómodas gradas de la plaza móvil.
La plaza tenía capacidad para unas 4500 personas y apenas 1000 asistieron. Sin embargo, esa cantidad de público bastó para que se diera muerte a 6 toros al compás de un paso doble.
Patético de principio a fin: Los puestos ambulantes vendían vestidos de sevillanas para niñas, abanicos, castañuelas y sombreros con cornamenta adornados por la expresión !olé!
Ridículos personajes vestidos a la usanza daban vueltas en caballos con los ojos tapados , y obesos picadores afilaban sus lanzas mientras intentaban no caerse del caballo quien se notaba fatigado de cargar con tan pesados bultos.
Mientras la protesta tenía lugar en la banqueta, los taurinos se asomaban desde las gradas y nos miraban con gracia, tomando fotos del curioso evento que les interrumpía o intensificaba su diversión. Sonaba la musiquita esa y la gente gritaba nuevamente !olé!
Decidimos retirarnos luego de que la prensa cubriera nuestro trabajo y cuando dábamos vuelta en el auto para bajar a la ciudad, pudimos ver algo que ha marcado mi conciencia permanentemente.
Tres individuos vestidos de blanco con uniformes del rastro municipal, evisceraban a estos animales de 500 kilos cada uno, a plena luz del día y en la puerta de la plaza móvil.
Mis ojos no daban crédito a lo que ahí se veía: sin guantes, sin ninguna higiene, clavaban un hacha en el pecho del animal y lo abrían en canal. El golpe seco del metal en el pecho del toro retumba en mi cabeza. Un chico de no más de 16 años le sujetaba las patas para separar el cuerpo ya abierto y entonces comenzaron a vaciarlo. Sacaron el hígado, el corazón, los intestinos. Al arrancarlos se abrieron y una masa de excremento fibroso se desparramó por el suelo. Exprimieron las tripas hasta dejarlas vacías y las colocaron en un canasto de plástico. Ladearon al animal y con la mano comenzaron a sacarle la sangre, regándola al lado del cuerpo.
Un matarife gritó: !Quiero los huevos completos!
Una activista se lanzó hacia el otro toro aún completo y acarició su cabeza caliente. Alguien del público le dijo con sorna: «Dale un besito».
Mientras los sujetos movían de un lado a otro el cuerpo del primer toro, pude ver sus ojos abiertos, esos ojos tan característicos de los rumiantes: enormes, redondos y profundos, de pestañas largas y mirada tierna.
De su hocico entreabierto corría la sangre y sus dientes otrora blancos, me hicieron pensar que estaba delante de un hervíboro, como yo.
Los hombres tironeaban los órganos que parecían resistirse a abandonar el cuerpo que hacía media hora animaban.
Dentro se seguía escuchando el olé que silenciaba mi llanto.
Latas de cerveza rodeaban el cuerpo del segundo toro. A los matarifes les había dado tiempo de tomarse un trago antes de comenzar su labor y arrojaron la basura junto al desecho recién salido de la arena.
En veinte minutos habían separado los órganos en distintos contenedores y lanzado el cuerpo vacío a un camión para repetir el proceso con el siguiente toro, y el siguiente y el siguiente…
Sentí pena no sólo por esos toros que ahora aunque humillados como cadáveres, ya descansaban de la tortura, sino de los hombres que se ganaban la vida destazando cuerpos. En un instante percibí la complejidad del universo humano. En la plaza, criollos de clase social acomodada se divertían a costa del sufrimiento de otro, mientras afuera, necesitados económicamente limpiaban los despojos de aquellos, ajenos quizá a esta parte de lo que llaman «tradición» y «cultura». En ese mismo escenario convivían también los defensores de los animales, los que creemos que la tortura no puede considerarse arte y que el hecho de ser miembros de otra especie no excluye a los no humanos de la comunidad moral. Y estaban también los tibios, los que no toman partido, los que veían esa escena dantesca con ojos huecos, con mentes grises, de concreto, y corazones secos por la indiferencia.
Porque así es el mundo. Este mundo donde vivo y que me niego a aceptar, donde unos sufren en manos de otros, con intención y por ignorancia que raya en maldad.
En un momento me pasó delante de los ojos la futilidad de la existencia, lo banal que puede ser el paso de unos y lo fundamental del andar de otros.
Esos toros torturados, asesinados, destazados, no existen ya. Sin embargo, hay una fila que los suplirá y esta cadena continuará hasta que alguien la rompa de tajo.
Quisiera tener una espada y blandirla con fuerza para cercenar el enfermo mecanismo de la violencia de humanos hacia animales, pero por ahora sólo tengo mi voz que no será callada y que seguirá clamando por un mundo más justo para todos.
Ese día, sentí que a mí también me evisceraban, que arrancaban una parte de mi humanidad.