¿Son los animales no humanos seres culturales? Esta pregunta daría para otra charla completa, pero cabe decir solamente que la zoopoética -la teoría que asume que muchos animales tienen la agencia o capacidad de tener una retórica, crear gestos, vocalizaciones, signos para establecer cohesión social con miembros de su propia especie, ha cobrado importancia en los últimos años y apoyándose de la biología demuestra como, por mencionar, los cetáceos y los primates forman alianzas y relaciones complejas, trabajan en beneficio mutuo y cooperan entre sí para alcanzar objetivos, tienen dialectos grupales y responden a “nombres”. Estas y otras especies comunican el conocimiento mediante la enseñanza, la imitación y el lenguaje. Caracterísiticas de lo que los antropólogos identifican como sistema de transmisión de la cultura.
Este festival es una propuesta para vincular la cultura con los animales, esfuerzo que podriamos pensar está de más, cuando desde siempre ellos han estado presentes en la pintura, escultura, literatura, música, danza. Sin embargo, pareciera que hemos olvidado esa conexión ancestral que tenemos con ellos y en el siglo pasado comenzamos de manera industrial y legal a cosificarlos, explotarlos, considerarlos productos y recursos.
Gracias al activismo a favor de los derechos de los animales esta relación se ha reconsiderado desde otras perspectivas: el respeto, la justicia, la empatía, la compasión.
Si hacemos un repaso a grandes textos o escritores que los consideraron como parte fundamental de nuestro desarrollo espiritual o emocional, nos topamos con mitos como los narrados en los Upanishads, donde la creencia hindú en el ciclo de muerte y renacimiento apuntala el respeto a otras formas de vida al existir la posibilidad de reencarnar en un individuo de una especie distinta a la nuestra, por ello, el malestar que causo a otros, me lo provoco a mí mismo. Estas enseñanzas conducen directamente al concepto de ahimsa, “no dañar” o “no violencia”, del cual Gandhi fue el más popular promotor y lo llevó a sus últimas consecuencias con la resistencia pacífica y un estilo de vida vegetariano.
Para los antiguos mesoamericanos el entorno no les pertenecía. Los hombres eran parte de él pero lo compartían, y en algún sentido lo debían, a otros seres con los que tenían una clase de pacto, de diálogo. Casi todos los dioses prehispánicos hacían referencia a animales según el poder que representaban, y ellos mismos lo eran en alguna medida. Algunas tradiciones indican que al nacer tenemos el espíritu de un animal que se encargará de protegernos y aconsejarnos en sueños, o que mantenemos un vínculo especial con el que nos tomó como protegido. En la cosmovisión mesoamericana un animal no era solo un animal, sino que tenía un origen divino y todo lo que sucedía y existía en el universo era parte de un orden en perfecto equilibrio.
El mundo natural solía considerarse como la frontera con lo otro, lo desconocido, extraño y sagrado quizá por no ser enteramente comprensible, no por la vía de la razón. Hoy día hemos profanado ese mundo intentando someterlo, domesticarlo; convertimos a ese otro, como a muchos de los nuestros en enemigos u objetos para satisfacer nuestras necesidades. No nos molestamos en aprehenderlo sino en apresarlo. Ni siquiera las aproximaciones cientificistas han bastado para cuidarlo o mostrarle respeto. En ocasiones este afán de conocerlo todo les ha causado profundo sufrimiento a especies consieradas “conejillos de indias”.
Necesitamos un conocimiento más profundo y más sabio para reconectar con la otredad, no desde la separación sino desde la unidad.
Isaac Bashevis Singer, ganador del Premio Nobel en 1978 y quien en su novela Enemigos. Una historia de amor, hace un paralelismo entre el holocausto nazi y el que perpetramos diariamente hacia los animales en las granjas factoría, dijo después de recibir el galardón: “Siento que los animales tienen el mismo desconcierto que nosotros, aunque no lo expresen con palabras. Diría que toda forma de vida se pregunta: ‘¿Qué hago aquí?´”. Décadas posteriores, J. M. Coetzee, Nobel en 2003, en novelas como Desgracia, La vida de los animales y Elizabeth Costello, hace una clara vinculación entre el apartheid y el especismo: la discriminación en función de la especie.
El colombiano Fernando Vallejo ha donado varios de sus premios literarios a refugios de perros, y en muchos de sus textos critica duramente el que la iglesia católica solape -entre otras cosas- las corridas de toros.
El espíritu de las bellas artes ha sido superar la tradición, separarse de la común doctrina, creencia o conducta. Escritores como Dostoievksi, Camus, Sartre y Hesse crítican a los individuos apáticos, carentes de pasión, de sueños y de motivos; la determinación de que a pesar del sinsentido de la existencia, lo único que la hace llevadera es la reflexión sobre cuestiones últimas y la fuerza para defender una idea. Quien escribe para complacer a lo establecido, no tiene mucho valor.
La literatura puede ser una forma de activismo: La palabra como herramienta para cambiar el mundo, uno del que no queramos escapar, sino disfrutar, haciendo el menor daño posible.
En el género fantástico destacan Las Crónicas de Narnia del profesor anglo-irlandés C. S. Lewis, donde en una tierra mágica poblada por animales, se hace referencia a la eterna lucha entre el bien y el mal. Para su autor, simbolizan la armonía entre el hombre y la naturaleza, y la forma en que nos relacionamos con ellos es un símbolo de nuestro vínculo con Dios. Criticaba los experimentos de laboratorio, y en su ensayo de 1947 llamado “La vivisección” objetó junto con el gran escritor de Oxford, Lewis Carroll (1832-1898), la tortura hacia los animales en nombre de un supuesto progreso. En dicho ensayo, Lewis señala una contradicción interna del naturalismo darwinista, el cual por un lado enfatiza nuestra proximidad genética y biológica con ellos, y por el otro sostiene la autoridad de hacer con los animales lo que nos plazca.
Inspirado en la mitología griega y romana creó faunos, sátiros, minotauros y centauros, seres de las aguas y de los árboles, creaturas inmutables y que no olvidaban, que no tenían pesadillas, ni esperanzas ni temores, y lo más fascinante: Lewis no se reconoce como su dueño, sino que los presenta como otras naciones, otro tipo de gente, lo que me recuerda el magnífico texto del escritor americano Henry Beston The Outermost House: A Year of Life On The Great Beach of Cape Cod “los animales son otros pueblos (…) inmersos como nosotros en la red del tiempo y la vida, compañeros prisioneros del esplendor y tribulaciones de la tierra.”
En El planeta de los simios, Pierre Boulle, donde destaca una visión pesimista del género humano, se deja ver lo que hoy sería un claro ejemplo de especismo, invertida en este caso a favor de los simios, quienes someten a los humanos por considerarlos salvajes, inferiores, autodestructivos y peligrosos para la supervivencia en general. En esas circunstancias, qué es entonces lo que nos separa de otras formas de vida, sea natural o artificial. ¿Cuál es esa característica exclusivamente humana que no está presente en otras especies y a la que hemos otorgado tanto valor, en ocasiones arbitrariamente?
Plantearse cómo será la vida dentro de cien años nos lleva a descubrir cómo imaginaron el futuro algunos escritores, cómo lo hemos imaginado nosotros mismos, y lo relevante ahora no es responder cómo será el escenario, sino cómo serán los actores.
Ahora que está de moda Blade Runner, inspirada en la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Una pregunta que ronda a los escritores de ciencia ficción es, qué es aquello que no cambia dentro de nosotros, lo único -si es que lo hay- que nos hace ser humanos y nos distingue de los androides o de otras criaturas que alcancen un nivel de comportamiento similar o superior al nuestro. En la película original se describe un ambiente donde la guerra nuclear ha llevado a la extinción a casi todas las especies animales. Los sobrevivientes no son un símbolo de riqueza, sino de que quien cuida de ellos está dotado de empatía. En el ejercicio de distinguir a un androide de un humano, los sospechosos son sometidos a una prueba que consiste, entre otras cosas, en mostrar respuestas emocionales en relación con el gozo y sufrimiento en presencia de los animales.
Seremos capaces de almacenar cada vez más datos, acceder a más lugares, ampliar el conocimiento y el manejo de la información, viajar más rápido, envejecer más lento. Sin embargo, si no conservamos la capacidad de asombro, de soñar, de perseguir un anhelo, seremos máquinas precisas pero poco empáticas. Lo relevante, creo yo, no es descubrir lo que nos hace únicos, sino lo que tenemos en común con el resto, ponernos en su lugar y desde ahí, elegir qué clase de futuro comenzaremos a escribir Podemos dejar paisajes apocalípticos o conservar los pocos paraísos que quedan aún.
El arte tiene como premisa superar la tradición, es la habilidad para romper esquemas en los que estamos inmersos muchas veces sin reflexión sobre su sustento ético.
Aristóteles decía que no hay estética sin ética. No puede considerarse arte aquello que cause sufrimiento y muerte a otras especies, puede ser tradición o costumbre, pero no arte. Hoy día la verdadera subversión a un sistema que nos cosifica y aliena es el acceso a la información y lo que hacemos con ello. Tomar decisiones responsables es lo que nos hace gestadores de una revolución en nuestras formas de producir, consumir y relacionarnos con el entorno, y eso se refleja en la literatura.
La escritura ayuda a visionar y replantear aquello que no queremos perpetuar, inspirándonos a construir lo que está en nuestras manos alcanzar, y sin duda, un mundo más justo para todos es un sueño que es posible hacer realidad. De nosotros depende.